Para mi suerte
nada fue como quise
tras la espera
El avión llevaba retraso y yo seguía dibujando posibles salidas a la ansiedad de un reencuentro que había tardado años y que siempre estuvo al acecho. Tan solo la posibilidad de volver a vernos servía de refugio o de excusa, al menos para mí. Habíamos acordado vernos pero no creo que hablamos nunca de la razón de cada uno para hacerlo y quizás ese fue el único gran error.
Puestos a esperar, el tiempo era lo de sobra. El taxi desde Charles de Gaulle y la conversación con el conductor marroquí, el mismo que días más tarde sería el protagonista de una casualidad increíble, fueron alargando un momento que perdía tracción con cada minuto que pasaba. El cansancio y las ganas atropellaban mi concentración y el francés que había guardado bajo la lengua, ese sí parecía seguir de vacaciones en cualquier otra parte.
Fue bajar del taxi y perderlo todo, o casi todo. Si bien la instrucción era subir los seis pisos hasta la diminuta chambre de bonne, aquel rastro burgués de los edificios más antiguos de París, la combinación mágica de la falta de ascensor y la tímida humedad del verano que llegaba, anticipaba problemas. En mi cabeza, sin embargo, solo podía haber espacio para una secuencia tan lógica como infalible: subir, tocar, esperar, abrazar, cerrar y no tomar un avión de regreso nunca más.
Cómo habíamos llegado hasta ahí era una cuestión tan complicada como innecesaria de explicar ni de entender. ¿Para qué? ¿Acaso para matar la posibilidad de volverse a querer sin preguntar? Sin preguntar. Ese era el secreto para que todo y nada funcionara.
La puerta se cerró detrás e hizo pedazos los planes de no volver. No hizo falta mucho porque creo que los dos vimos morir nuestras esperanzas mientras yo repasaba mis viejos trucos para hacerla sonreír. Fui a buscar una salvación en forma de regalo y me di cuenta que la mochila con eso y con casi todas las cosas que uno lleva cuando viaja, había decidido ir a dar una vuelta con el taxista marroquí mientras yo arreglaba mis líos romántico-existenciales.
Sin imaginarlo, mi viaje de amor interminable fue a dar tristemente a la oficina de Objetos Perdidos. Nada mejor que recuperar el tiempo en una oficina de la administración francesa, mientras un cortés funcionario me invitaba a perder toda esperanza. Era imposible recuperar mi mochila ni nada que se pareciera a una vida peligrosa. Nunca nadie fue tan directo conmigo y por ese gesto le estoy agradecido hasta hoy.
Así pasaron los días. Entre mi falta de preguntas, la fascinación por esa ciudad más que eterna y el miedo a sacar lo que llevaba en el pecho. Yo y ella, tan cerca y tan cobardes. Idas y venidas, conversaciones y conciertos. Almuerzos, caminatas y amigos comunes que no veía hace siglos. Todo eran esfuerzos inútiles para convencernos de algo que se había quedado atrás. Enterrado y bien enterrado.
Seis pisos después, hoy no me acuerdo qué fue la llama que desató todo. Última noche en París y había que sacarlo y dejar que muera para poder vivir. Quizás fue algo que dije yo y ella reaccionó. Quizás fue al revés y yo solo pude agradecer el gesto y vomitar lo que sentía en un francés que fue lo que siempre quise que fuera: rápido, claro y contundente. Muy educadamente pude mandar todo a la mierda en la lengua de Molière y dejar vacía la reserva acumulada de nostalgia y el efecto condenatorio de comparación. Se acabó. Ça y est. C’est fini. No fue su culpa, ni la mía. Fue la nuestra.
Mi vuelo a Praga despegaba temprano y salí casi sin despedirme de ese departamento ridículamente pequeño. El contaminado aire parisino nunca me pareció tan fresco. El lastre en el pecho dio espacio a una extrañísima especie de liviandad y orgullo. No sé si lo fui pero me sentí valiente al haber soltado todo. Mirar hacia adelante, sin nada pero sin miedo. El orgullo de perderlo todo y no dejar cabo suelto.
D.C

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