Yo no creo en la suerte. Tampoco creo en el destino. Mi credo, si es que existe algo así, se parece más a una consideración matemática de las cosas. Al menos en un plano, creo que vivimos sujetos a algoritmos vitales que toman en cuenta factores que determinan, en un sentido o en otro, el rumbo de los acontecimientos. Esto me tranquiliza porque confirma de alguna forma que lo predecible ocupa la mayor parte de nuestras vidas, reconociendo por supuesto un espacio para los imprevistos, una especie de margen de error propio de lo humano. Visto así, atravesamos existencias que parecen seguir guiones que se ajustan a las elecciones que hacemos, de ahí la ilusión de controlar algo que posiblemente no hace falta ser controlado, ¿o sí?
Mohammed me dio la bienvenida (en ese momento todavía no sabía su nombre) con la dosis justa de cordialidad que se espera en una metrópoli cansada y harta de viajeros que responden al prototipo. Subí al asiento posterior derecho del pequeño Volkswagen plata que disimulaba bastante bien su condición. La maleta más grande iba tranquila en la cajuela mientras que la mochila, con el resto de mis cosas, descansaba feliz a mi izquierda, sobre todo después de desconectar de una conversación pensada solo para llenar los 30 minutos del trayecto.
Luego de dejar la autopista que conecta Charles de Gaulle con el norte de la ciudad, Mohammed se adentró lentamente en la infinita belleza de este monstruo milenario. Lo primero que recuerdo fue buscar anclas de referencia que tardaron en llegar. París había sido mi puerta de entrada a la Europa de mis veinte años y el coup de foudre fue inmediato. París fue también la puerta de salida cuando volví a casa deseando desandar todo mientras me alejaba hacia un futuro que había abandonado hace tiempo. Mientras avanzábamos, poco a poco el caos y el tráfico lento aportaban ingredientes al cóctel de ansiedad y alegría que anunciaban los colores de Belleville.
Mohammed me advirtió que estábamos llegando y mi cabeza debe haber respondido en automático. Lentamente, el auto avanzó los primeros metros de la rue de Jean Pierre Timbaud y luego se detuvo al lado derecho de la estrechísima calzada. Pagué la tarifa y me preguntó si quería un recibo. Dije que no…¿para qué? Yo solo quería bajar para subir inmediatamente los seis pisos que me separaban de la nostalgia hecha, por fin, felicidad. Esa era la fórmula preparada desde hace meses, no hacía falta más. En ese preciso momento tres hermosas parisinas abrían la puerta derecha del taxi y me expulsaban impacientes para empezar una noche que tenía buena pinta. Casi avergonzado, salí por el lado izquierdo y tuve tiempo solo para recibir de manos de Mohammed mi maleta y para darle las gracias por sus servicios. Se despidió visiblemente contento porque ese noche no faltaba trabajo.
Ligero de espíritu y de equipaje, aunque todavía no lo sabía, seguí las instrucciones recibidas en su momento y subí. En este punto, por respeto al lector, tendría que enlazar mi relato con otro que podría considerarse subsidiario de este. O visto de otro modo, podría ser la historial principal y no un spin-off con actores secundarios. Hacer esto aportaría sin duda una dosis crucial de contexto para entender mejor los acontecimientos y el alcance vital de los mismos. Es también por respeto al lector que no lo voy a hacer. Diré simplemente que tras el resquebrajamiento mutuo de la ilusión, pude darme cuenta por fin que mi mochila había decidido ir a trabajar con Mohammed y vengarse así de mí, de mis prisas y de mi confianza ciega en el famoso algoritmo. En la mochila vengadora iban, además de mi computador y dinero; varios libros, todos mis apuntes de la semana de estudios en Madrid; un IPod, el Kindle y otras cosas que años después terminarían demostrándose a todas luces inútiles.
Un cálculo rápido de mis posibilidades sugirió inequívocamente que era mejor aceptar la derrota con toda la dignidad que me quedaba, la que vista desde fuera seguramente no era mucha. No tenía idea del nombre de la compañía de taxis para la que trabajaba Mohammed ni forma de rastrear su recorrido. Si solo hubiera aceptado la razonable oferta del recibo. Sin embargo, la caída drástica de temperatura dentro de ese departamento me invitaba a salir en busca de mi mochila. Muerta la ilusión del reencuentro, un viaje a la oficina de Objetos Perdidos resultaba más un escape conveniente que un acto de fe sobre la probabilidad de recuperar mis pertenencias. Nada de lo que había en ella me era indispensable, eran objetos que formaban un lastre tan innecesario como un excusa para buscar mejor suerte…bendita la hora para empezar a creer en ella. Hecho el viaje, el resultado solo podía tener forma de un portazo en la cara. Obviamente, Mohammed no había dejado mi mochila en esa oficina para que yo la encontrara en un absurdo ataque de fortuna. En ese momento me lo imaginé extrayendo cuidadosamente el contenido de mi mochila mientras él intentaba hacerse una idea de mí…Rápidamente decidí que era mejor desviar estas extrañas pulsiones y abrazar plenamente mi destino. Había perdido toda esperanza junto con un montón de cosas que ahora le servirían a alguien más…
A partir de ese momento, la única reconciliación posible era con la ciudad más hermosa del mundo. París había cambiado, es cierto, y con los años yo también. Ella estaba sin embargo, como nunca. A la mañana siguiente volví a deambular solo y sin dirección fija; desesperado por ocultar mi condición de turista despechado. Alguna vez había, con mayor o menor éxito, podido moverme por esta ciudad con una soltura que oscilaba a entre la impostura y la autenticidad, con la solvencia justa para mimetizarme entre caminantes siempre apresurados. Sin Ipod a la mano, las calles me hablaban más de cerca y el ruido copaba tranquilamente mis pensamientos mientras yo caía en la cascada de preguntas: ¿Qué había salido mal? ¿Cómo había terminado así? ¿Por qué coño no pedí un recibo al bajar del taxi?…Para llegar hasta allí, yo había decidido hace meses, de forma libre y voluntaria, insertar en esta función variables que evocaban el pasado, había sumado grandes porciones de certidumbres y otras partes de ilusión. A partir de ahí las matemáticas tendrían que haber funcionado para arrojar un único resultado posible. El que yo quería. Todo salió tan mal como pudo salir. Muchas jodidas gracias maldita ley de Murphy.
Algo cansado, dudé si entregarme a un café y decidí caminar unos metros más sin saber bien para qué. Crucé la calle hasta llegar al parterre intermedio y, desafiando las costumbres auténticamente parisinas, esperé que la luz cambiara de color para seguir. En cuestión de segundos, mientras mi cabeza intentaba hacer un cálculo aproximado sobre el número de autos que circulan diariamente por París, para después extraer de esta cifra la que corresponde a los que trabajan como taxis, y de este último grupo aislar a los conductores de nacionalidad y/u origen marroquí, lo vi. El Volkswagen plata pasó en cámara lenta activando en mi cerebro una secuencia de órdenes atropelladas para que actuara frente a la anomalía estadística que se desplegaba ante mí. Empecé a correr y gritar “monsieur, monsieur!” sin reparar en el peligro, ese sí real de morir atropellado. Con el corazón en la boca y dejando para más tarde los cuestionamientos a la lógica, debo haber roto varios récords para conseguir detener por fin el taxi. Sin pensarlo, abrí la puerta y ocupé el mismo sitio que hace unos días, mientras Mohammed tan o más sorprendido que yo, empezaba a increparme airadamente. Con un fortísimo acento magrebí que a mí me sonó a canción de cuna, me preguntó dónde me había metido. A trompicones me contó que volvió a buscarme esa noche después de dejar en su destino a las tres chicas pero que había perdido la dirección exacta. También me confesó, sin que yo haya preguntado, que su esposa insistió varias veces para que abriera la mochila en busca de pistas sobre mi posible paradero. Mohammed tomó esto como una propuesta indecorosa y se negó firmemente. Fue un acto de honestidad tan noble como inútil porque dudo que eso pudo haber arrojado ninguna pista. Con evidente nerviosismo, bajó del taxi y recuperó mi mochila de la cajuela del Volkswagen, me la entregó y me pidió que revisara su contenido. No lo hice, no podía poner en duda la nobleza exhibida; agradecí y reconocí como pude las molestias por las que había pasado.
Más tranquilos los dos, Mohammed no desaprovechó la oportunidad de mandarme dulcemente a la mierda a causa de mi descuido al tiempo que me preguntaba en qué estaba pensando. Asumí, para su suerte, que no tendría tiempo ni paciencia para escuchar mis divagaciones existenciales, todas ellas tan poco matemáticas. Agradecí otra vez y le pregunté, al fin, su nombre. Bajé del taxi y arrancó. Mientras se alejaba, mi cerebro apenas atinó a procesar lo que había pasado sin encontrar antecedentes de ningún tipo. No recordaba haber ganado jamás nada, ni tener una sensación parecida a la alegría que otorga un golpe de suerte. Sin embargo, ese día había desafiado a la estadística y me había impuesto victorioso. En un pajar de más de dos millones de personas, pude encontrar mi aguja…¿o fue al revés?
A medida que la adrenalina salía de mi sistema, la euforia fue dando lugar a una especie extraña de calma. Sin testigos, tenía que ordenar mis recuerdos para guardar esta anécdota y preservarla todo lo posible. Entré entonces al primer bar que vi abierto y pedí un trago, saqué mi libreta y la pluma de la mochila recuperada y empecé a juntar las piezas de este rompecabezas. Todo lo que debía resultar, no lo hizo; la sumatoria de pros superando a los contras, las voluntades propuestas para repetir lo que había funcionado una vez, todo eso falló. La exactitud es una trampa. Por otro lado, lo improbable, lo altísimamente improbable había pasado gracias a miles de sutiles imponderables. Pude haber tomado un camino diferente, pude haber decidido cruzar en la bocacalle opuesta, puede haber obviado el semáforo, pude…
Al poco tiempo dejé descansar mis apuntes. Habría tiempo para pensar después. El primer sorbo de la cerveza supo a verdadera gloria, a disfrute temporal e irrepetible. En medio de la suave calma de esa victoria inmerecida, a tres mesas de distancia y en una línea diagonal infinita, el ser más hermoso de París reía mientras escribía algo en una Moleskine de color azul profundo. ¿Las probabilidades? Cercanas a cero. ¿Las posibilidades? Todas las del universo.
D.C

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